El coche volador está muy bien para las películas de ciencia ficción. Queda chulo, es pintón. Es difícil imaginar una Blade Runner llena de autobuses de línea o un Minority Report en el que Tom Cruise se mueva en patinete eléctrico. Pero lo cierto es que la ciudad del futuro tiende más hacia esta última estampa, menos épica, cierto, pero también más sostenible.

 

Los coches están cediendo espacio en los centros urbanos, relegándose a los márgenes de la ciudad, orillándose en las periferias. Su uso en la ciudad se mantiene, pero en una situación de igualdad y convivencia con el peatón. Las aceras se bajan para fusionarse con las carreteras, las velocidades se reducen para aclimatarse al ritmo de las personas. Puede parecer una adaptación complicada, pero no debería serlo. Solo hay que recordar que las ciudades estaban libres de coches hasta hace apenas un siglo, y que el tráfico rodado que transitaba por ellas lo hacía compartiendo espacio, ritmo y velocidad con los peatones.

Mucho ha cambiado la situación desde entonces. La explosión que han vivido las ciudades en el siglo XX hizo que los centros urbanos se remodelaran para adaptarse al coche. Al mismo tiempo se construyeron barrios, suburbios y ciudades dormitorio, se levantaron avenidas pensando más en el coche que en la persona. Ahora estamos inmersos en el proceso contrario. 

 

Pero llegados a este punto conviene no generalizar, pues no hay una tendencia global. El uso urbano del coche va no tanto por barrios como por países y continentes. En Asia su uso es intensivo y los desplazamientos urbanos se producen sobre todo en coche y moto. Las megápolis se han construído en torno a él y también la mentalidad de los asiáticos, que hacen vida en la moto. Las carreteras que llevan a Yakarta o a Kuala Lumpur están salpicadas de bares y cafeterías en los que la gente toma un té o un nasi goreng sin bajarse siquiera de la moto. 

En Norteamérica, países como EEUU, México y Canadá no muestran una dependencia tan exagerada, pero es ciertamente notable. EEUU es el segundo país con más coches per cápita del mundo (la pequeña república de San Marino es el primero, pero esto se debe más a motivos fiscales que viales). La dimensión de las urbes americanas, mucho menos densas que en otras latitudes, y la precariedad del transporte público empujan a sus habitantes a trasladarse en coche. Cuando esto sucede durante décadas, durante generaciones, se modifica también la mentalidad de una sociedad.

 

El caso Europeo es quizá el más paradigmático. Europa abrazó con fuerza el uso del coche en entornos urbanos. Algunas ciudades se vieron obligadas a modificar entramados centenarios para permitir centros más porosos que permitieran el paso del coche. Excavaron con fruición sus cimientos para buscar espacios donde aparcarlos. 

 

El coche estaba desplazando al peatón cuando la conciencia ecológica empezó a cambiar esta dinámica. No sucedió de un día para otro; de hecho, es un cambio que está todavía en marcha y se está demostrando posible solo en las ciudades donde existen los cimientos de un transporte público, las bases para fortalecer cierta alternativa de cara a las ciudades del futuro. 

No significa esto que los coches estén desapareciendo de las ciudades, es una simple adaptación a la nueva realidad. Alguna áreas urbanas han reducido su velocidad máxima de 50 a 30 kilómetros por hora. Las más congestionadas han limitado la presencia de coches, han reducido su espacio de aparcamiento. También se han creado carriles mixtos con prioridad ciclista. Muchas ciudades, especialmente en el norte de Europa, están eliminando las aceras creando un solo espacio mixto a compartir entre coches y peatones. 

 

Los coches son necesarios para estructurar áreas despobladas, son un medio para acercarnos, reduciendo el tiempo y el espacio que se amontona entre nosotros. Pero para poder aprovechar todos estos efectos positivos hay que reducir los negativos, que son especialmente evidentes en un entorno urbano.

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