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Muchas historias de la gran pantalla se desarrollan a bordo de un vehículo, incluyéndolo como un personaje más y basando su trama, generalmente de suspense, en él.
En casi todas manda la intriga. O la velocidad. O una combinación de ambas: el suspense obliga a ir más rápido. También las hay que abordan el fin de un romance, la huida, el temor a quedarse quieto. En cualquier caso, lo importante es que el vehículo se torna en un personaje fundamental dentro de algunas películas. La mayor parte del metraje ocurre sobre ruedas y nos invita a salir a la carretera. Ya sea a bordo de un tráiler, de un autobús, de un descapotable o de un coche tuneado. El cine no ha dejado de lado los medios de transporte motorizados desde que nacieron, a pesar de esas diligencias en blanco y negro o de esos caballos esquivando lanzas que inauguraron el séptimo arte. En esta lista hay un poco de todo: desde las que contienen una extraña relación con los cambios de rasante hasta las que sortean a la policía maniobrando los pedales.
Vamos a empezar por este clásico de David Cronenberg. El genio de la fantasía bizarra, con títulos anteriores como La mosca o El almuerzo desnudo, deslumbraba a mediados de los años noventa con una historia fascinante de deseo y locura. Una historia que, muy en resumen, consiste en una pareja a la que le excita chocarse, los accidentes. Muchos la calificaron como un acercamiento a los abismos del ser humano porque representaba una desviación de la personalidad que, todavía, sigue siendo difícil de ver. Aunque también es difícil retirar la cara de la pantalla por su capacidad de absorber al espectador. El director canadiense se basó en una novela de J. G. Ballard para hacer esta película que aún perdura, incluso después de que, años después, se hiciera otra con el mismo nombre.
Keanu Reeves. Sandra Bullock. Una bomba en un autobús. ¿Hace falta decir algo más? No. Speed es un verdadero santuario del cine de acción de los noventa: un policía y una pasajera de un bus urbano de Los Ángeles reciben el aviso de que un explosivo detonará si la velocidad del automóvil baja de los 80 kilómetros por hora. De esas tramas con música afilada, diálogos jadeantes y un final con mucha pirotecnia. ¿Previsible? Sí. ¿Con propósito meramente comercial? También. Pero no por eso menos recomendable para pasar dos horas de pura adrenalina.
Lo que iba a ser una producción televisiva se convirtió en un thriller antológico y en el asalto a las salas de cine de Steven Spielberg. La sinopsis es fácil: un transportista intenta adelantar inocentemente a un camión cisterna. Ese simple gesto se convierte en una persecución trepidante. Rodada sin apenas diálogo, el titán de los blockbusters mantiene la tensión hasta el último momento.
Pero si de tensión hablamos, nada mejor que El salario del miedo. Son casi dos horas y media. Está rodada en un árido blanco y negro. Es una película en francés, del genio H. G. Clouzot, que lo mismo hacía un noir exquisito que abordaba una biografía de Picasso. El resultado es imborrable: cuatro trabajadores de una estación petrolífera cobrarán un abultado importe si llevan furgonetas cargadas de nitroglicerina. El resto es leyenda del cine.
Cambio de tercio a algo más suave, aunque ácido. Stanley Donen filmaba a Audrey Hepburn y Albert Finney en un viaje por la Riviera francesa desde Londres. En el trayecto rememorarán su historia de amor, desde la pasión inicial hasta las sacudidas del matrimonio. Una joya con la estrella de Desayuno con diamantes volviendo a brillar.
Una cazadora con un escorpión, música hipnótica y la mirada de Ryan Gosling. Poco que añadir a estos elementos dirigidos por Nicolas Winding Refn, un danés que volteó el panorama cinematográfico con esta cinta oscura, lírica, que mezcla las habilidades de un mecánico para formar parte de actos delictivos con un amor en sordina y luces de neón. El resumen de la trama es corto; el recuerdo de la película, largo: darán ganas de conducir de noche y de escuchar música en el silencio de las cuatro ruedas.
Y en la misma línea, pero más diurna, se sitúa Baby Driver. Edgar Wright toma a un niño, denominado Baby por su corta edad, que tiene unas habilidades inmensas con el volante. Por eso, una banda de ladrones le contrata para que les ayude en las fugas. Mientras, unas melodías en sus auriculares que nos llegan como correaje del argumento, intentos de dejar ese submundo, recuerdos conmovedores de la infancia y una historia que desbarata los planes. No hay opción de aburrirse con ese chaval de pericia infinita con el freno de mano.
Es inevitable incluir a esta saga que ya lleva nueve ediciones y cuyo inicio se remonta a 2001. Han sido dos décadas de robos, carreras, explosiones y un sinfín de altercados desde esa oda del tuning donde circulan hombres musculosos, chicas sin remilgos y mucha gasolina. Llevan dos décadas así, con millones de fieles a esta espiral de asfalto, llantas y torsos desnudos.
Casi se podría decir lo mismo de Mad max. La saga comenzada a finales de los años setenta por Mel Gibson ha ido creciendo en torno a esos escenarios posapocalípticos, coches vestidos con armaduras de pinchos, bandidos y peleas entre humanos que solo quieren la supervivencia. Merece la pena ser testigo de estas distopías a medio camino entre lo extraterrestre y el wéstern. Ahora (con otra secuela en proceso) es buen momento de volver a las originales.
Hablar de “lo más gamberro” de Tarantino es decir mucho. Al director estadounidense es complicado ponerle aumentativos porque cada nueva obra supera la anterior. Pero Death Proof sí que se puede catalogar de ser la más escurrida en la violencia, la más sintética. Y todo ocurre en una persecución de carretera y, por supuesto, en torno a una gramola: un Kurt Russel de tupé almidonado acosa a un grupo de mujeres. Su seña: un vehículo con una calavera en el capó. A partir de ahí, locura y salvajismo durante dos horas.